Comentario del Mensaje, 25 de agosto de 2004


¡Queridos hijos! Los invito a todos a la conversión del corazón. Decídanse, como en los primeros días de mi venida aquí, por un cambio total de vuestra vida. Así, hijitos, tendrán la fuerza de arrodillarse y ante Dios abrir sus corazones. Dios escuchará sus oraciones y las concederá. Yo intercedo ante Dios por cada uno de ustedes. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!

La Madre María invita a sus hijos a la conversión del corazón. Cada uno de nosotros es importante para Ella y todos somos sus hijos. Es por eso que nosotros y nuestro corazón somos importantes para Ella en cuanto Madre. Tal como Juan el Bautista, en su tiempo invitaba a la conversión, así lo hace la Virgen María. El evangelista Mateo nos anuncia: «Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea:

“Conviértanse porque ha llegado el Reino de los Cielos.’» (Mt 3, 1-2). No es casualidad que la Madre María haya venido a nosotros y a este lugar precisamente el día de la festividad de San Juan el Bautista, el 24 de junio de 1981. Igual que San Juan el Bautista, también Ella invita y prepara la vía al Señor en el corazón de los hombres en estos días y durante tantos años. La voz del Cielo a través de María resuena hoy en nuestra Tierra. Es la voz de María que llama a sus hijos. Esa voz resuena y renueva las vidas de todos aquellos que están lejos de Dios, viviendo en el desierto y en la desolación de este mundo. Esa voz no quiere atemorizarnos. Es una voz que no amenaza, sino que nos dice lo que Dios hoy desea de nosotros.

Los mensajes de la Madre María no son placenteros ni livianos, sino exigentes. Es una voz que es dura para los oídos de este mundo. La Madre María es perseverante y paciente con nosotros. El amor la empuja a hablarnos y a apartarnos del mal y del pecado. La Madre desea infundir en nosotros un nuevo frescor, un nuevo fervor y aliento celestiales.

Convertir el corazón a Dios significa dirigirse a Aquel, el único que puede placar nuestra hambre y sed de lo que necesitamos, más del pan terrenal y de las cosas de este mundo que no pueden satisfacernos y liberarnos. Convertir el corazón significa creer verdaderamente y finalmente decidirse por Dios. Dios mismo se hizo impotente frente a nuestra libertad. Sin nuestra voluntad incluso El no puede hacer nada en nuestro corazón que El mismo ha creado. Eso demuestra cuanto nos ama, sin querer obligarnos a amar.

Nuestra Madre celestial conoce bien el fervor de los primeros días de sus apariciones, el entusiasmo que hubo en los corazones de la gente por su presencia. La Virgen María y su corazón materno no han cambiado desde los primeros días de las apariciones. Ella no necesita cambiar, sino nosotros. Sabemos muy bien como nos entusiasmamos fácilmente y con qué facilidad ese entusiasmo decae. Para poder permanecer en vida necesitamos continuamente de alimento. Asimismo tenemos necesidad del contacto continuo con Dios a través de la oración del corazón y en la confianza recíproca.

La Virgen María nos invita a cambiar total y radicalmente nuestra vida. Dios no nos pide solamente las palabras vacías de nuestras oraciones o un poco de tiempo. Dios nos pide todo, porque El nos ha dado todo, El se ha dado a sí mismo y desea que también nosotros nos demos a El. Es necesaria una solución radical que nos lleve a ponernos de rodillas. De rodillas ante Dios conocemos el corazón de Dios. De tal forma, Dios no será un extraño para nosotros, sino un amigo. Dios se convertirá en alguien con quien estar y a quien nuestra nuestro corazón y alma anhelan, porque solamente en El se encuentra la paz que nadie y nada nos puede dar. Unicamente de rodillas, se puede abrir el corazón al Creador de nuestras vidas. Ante El somos solamente criaturas y no cualesquiera, sino criaturas amadas. Creo que no somos conscientes de este don celestial que Dios nos da por medio de la Madre María, quien no sólo nos habla, sino también nos abre su corazón materno lleno de amor y que desea que nos consagremos a Ella. Ella nos revela cuán poderoso es el amor de Dios, que es perseverante a pesar de nuestra ceguera y de nuestra sordera. Sólo de rodillas en oración descubriremos el corazón de la Madre, en el cual hay amor para cada uno de nosotros, pero también para cada corazón que está ciego y sordo.

Gracias, oh Madre, por tu intercesión, por tu oración que diriges a Dios por cada uno de nosotros. Gracias porque no me abandonas, no nos abandonas.

Fr. Ljubo Kurtovic
Medjugorje, 26.08.2004


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Para que Dios pueda vivir en sus corazones, deben amar.

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